Este es mi espacio para los escritos, las notas personales y opiniones de toda índole; reseñas, comentarios a obras o autores, todo lo que puede venirle a uno a la cabeza siendo escritor en el congestionado mundo actual.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
¿Qué es escribir bien?
domingo, 2 de diciembre de 2012
Sobre compromisos
lunes, 5 de noviembre de 2012
Skyfall
Tras una larga espera, y mucho drama de por medio, llegó a las salas de cine Skyfall, tercera parte de las aventuras de James Bond interpretadas por Daniel Craig. El nuevo giro aplicado a la franquicia desde Casino Royale se mantiene: menos gadgets, menos esmoquin, menos chistes flojos y villanos megalomaniacos dispuestos a apoderarse del mundo. Menos de todas esas características folclóricas que ganó la serie durante cuarenta años, y que terminaron estallando en el delirio camp de la reprobable Die Another Day (2002) de Lee Tamahori.


domingo, 27 de mayo de 2012
Educación y literatura
lunes, 7 de mayo de 2012
La realidad inventada


sábado, 31 de marzo de 2012
Una historia sencilla

La guerra contra las drogas es una batalla perdida. Una tarea inútil. Se han gastado millones de dólares, que en otras circunstancias se habrían empleado mejor ―o al menos no se habrían quemado―, en perseguir botes, detener mulas, quemar laboratorios, procesar capos, y mulas, amén de todo el resto de la comparsa del narcotráfico. Y siguen, como las cabezas de la hidra ―y esta habrá sido una analogía recurrente― surgiendo quien siembre, procese, exporte, venda y compre el producto. La marihuana, satanizada por Herst para evitar la ruina de su inversión en el tabaco, la heroína, desarrollada para el tratamiento del dolor, y aterrorizando a la población con sus nefastas consecuencias, así como otros estimulantes y calmantes ahora de consumo limitado o ilegal, y, por supuesto, la coca.
Al ilegalizar la cocaína los países se ganaron una guerra que no necesitaban, y que, por una parte, ha hecho ricos a sus fabricantes, ha generado ganancias a la industria militar, y ha arruinado las vidas de millones de no consumidores, cuyos efectos en la economía, en la política y en la seguridad tienen que sufrir todos los días. Esta guerra, además, no es llevad a cabo desde los países que siembran o producen las drogas, sino ordenado y coordinado desde las potencias encargadas de dirimir los conflictos de pensamiento; esto es, decir qué es bueno qué es malo. Washington toma las medidas correspondientes a resolver un problema que se gesta en las particularidades de la situación colombiana, en el caso de la cocaína, y de Afganistán, en el caso de la heroína, por solo citar dos casos.

Como la ficción no parece dejar tema fuera de su vasto alcance, las novelas introdujeron el tema de las drogas y su lucha para servir de marco a los viejos mecanismos narrativos de aventuras. James Bond, ícono de la Guerra Fría, detuvo en Live and Let Die a una red que comerciaba con drogas en el Bronx. Mientras que Tom Clancy, quien sintetizó de manera idealista la lucha secreta entre las potencias rusa y americana, se detuvo en al final de los años ochenta para que sus personajes más clásicos, John “Jack” Ryan y John Clark, se enfrentaran a los mafiosos colombianos. La novela y su adaptación en la pantalla grande fueron exitosos, justo en un momento en que el mayor némesis estadounidense colapsaba. A los conservadores en la Casa Blanca nunca les ha gustado estar sin aferrar una espada, es decir, sin una lucha pendiente con algún enemigo no declarado. Sin Unión Soviética hacían falta territorios de despliegue para las fuerzas especiales, blancos para la moderna tecnología ―las computadoras y “armas inteligentes” iban en alza―, o gobiernos a los cuales presionar. La War on Drugs les permitiría hacer un buen gasto del presupuesto militar.
Clear and Present Danger presenta, como la mayoría de novelas de Clancy, un gran nivel de detalle técnico, imaginación para las operaciones especiales, y, por desgracia, un lento desarrollo hasta el punto de clímax. Para aquel entonces el público quería saber de primera mano ―ya fuera a través de 60 Minutes, Reader Digest o una novela de aeropuerto― lo que estaba ocurriendo en la lucha contra los narcotraficantes. Clancy entonces provee a esos lectores de un escenario de guerra a muerte contra el cartel de Ernesto Escobedo, y un ligero cuestionamiento ético sobre el empleo de la fuerza y las operaciones encubiertas. No obstante, cuando la leí habían ya pasado varios años de publicada y sentí que mucha de su trama se sustentaba en una confiada simplificación del tema.
Algo similar me ocurrió hace un tiempo tras leer, de un solo golpe, Cobra (Plaza & Janes, 2011) la última novela de Frederick Forsyth. Una historia sencilla bajo la temática de la guerra contra las drogas. De nuevo, solo que muchos años después de que el tema realmente encendiera la imaginación de los devoradores de superventas, y hoy solo genere debates, donde, por lo general, suele ganar fuerza la idea de la legalización.
Forsyth rescata del pasado a dos personajes de Avenger (2003): Paul Devereaux y Calvin Dexter, ambos llevando a cabo la pequeña tarea de acabar por los medios que sean necesarios con la industria de la cocaína colombiana. Lamentablemente Forsyth cada vez siente menos necesidad de ensamblar personajes creíbles, o siquiera con un toque humano: su estilo periodístico apenas da un nombre y algunos datos, por lo que la historia no despierta ninguna empatía. Y mientras que en todas sus demás novelas, desde The Day of the Jackal hasta The Afghan, creaban una eficiente estructura de suspenso, en la que el reto de la misión, y su aparente imposibilidad de logro, conseguían mantener al lector atrapado, The Cobra se limita a ser una simple y fantasiosa hipótesis de cómo destruir un cartel de drogas colombiano.
Cobra, además, se acerca en algunos puntos a Clear and Present Danger: esta empieza narrando una acción de piratería en aguas norteamericanas relacionada con drogas, hecho que despierta la ira del Poder Ejecutivo y la declaración de guerra a muerte contra el cartel de Escobedo. En Cobra el Presidente ―Obama, por lo que dejan ver las pistas, aunque su nombre jamás se emplea― pide a la CIA destruir la industria de la cocaína tras enterarse de la muerte por sobredosis del nieto de una de las cocineras de la Casa Blanca. La misión, en ambas novelas, involucra el empleo de agentes de campo, tropas de fuerzas especiales, y solo se diferencian en la conclusión y las estrategias empleadas. Forsyth no es tonto y está al corriente; sabe que el ataque directo sobre campamentos, cultivos y laboratorios de procesamiento solo ha conseguido que los narcos se hagan más astutos; así, su personaje Paul Devereaux intenta una nueva estrategia: limitarse a destruir las vías de envío de la cocaína de Colombia a Europa y Estados Unidos.
Creo que, a partir de la mitad de la novela, la seguí leyendo solo porque no podía creer que Forsyth, maestro en los giros argumentales sorpresivos, se limitase a describir el proceso de sabotaje a la industria del narcotráfico, paso a paso, como en un sumario judicial; sin riesgos, sin errores. Cada paso del elaborado plan de Devereaux y Dexter se ejecuta al pie de la letra y consigue su efecto, dejando una final con muy poco sabor sorpresivo.
Para mí es lamentable que, a diferencia de su más directo rival, John le Carré, Forsyth haya perdido la fuerza para apropiarse de los conflictos contemporáneos y crear buenas novelas a partir de ellos. Encuentro difícil de creer que la figura del héroe, de la misión y el buen suspenso hayan muerto con las guerras y escándalos de los últimos años. Es cierto que ya es imposible ver a los Estados Unidos y a Inglaterra como potencias neocoloniales con hombres capaces, resueltos e incorruptibles en sus filas. Tras enterarnos de las prisiones secretas, el waterboarding y las mentiras presidenciales, ya no es posible asociar la CIA con “los buenos”, ni siquiera con una agencia que conserve, entre decenas de operarios corruptos y ladinos, a un agente honorable. Inglaterra, antaño hogar de Bond, de Smiley y de Mike Martin (protagonista de The Afghan y The Fist of God) ahora solo mueve fichas en el mapa internacional a través de sus cuotas en Naciones Unidas, y las visitas del primer ministro Cameron a Washington.
Podría uno pensar que el fin de la literatura de espionaje llegaría con el fin de los conflictos internacionales, o las tensiones domésticas con afilados ángulos; sin embargo, este desmoronamiento del género parece más relacionado en la fe desvanecida de los lectores en los viejos mitos relacionados con el héroe: honor, justicia, fortaleza.
sábado, 17 de marzo de 2012
Cómo no escribir una historia

Advertencia: spoilers
El caso que voy a presentar no se encuentra entre las páginas de una novela, o un cuento, sino en una serie de televisión. Hace poco vi el capítulo piloto de Missing, protagonizada por Ashley Judd, una brevísima aparición de Sean Bean, y Cliff Curtis. En esta, Rebecca Winstone (Judd), la clásica soccer-mom de algún poblado en mitad de los Estados Unidos, pierde a su esposo Paul (Bean) en lo que parece un ataque terrorista, quedando así al cuidado de su único hijo, Michael. Pasan diez años, y Michael viaja a Italia para estudiar arquitectura. Es secuestrado, y Rebecca, quien resulta ser ex agente de la CIA, se dirige a Roma para encontrar a su hijo perdido.
Evidentemente es una copia de Taken, filme del año 2008, protagonizado por Liam Neeson, y dirigido por Pierre Morel sobre un guión de Luc Besson. Esta película, que no gustó a la crítica, se destaca por su violencia, sí, pero también por el cuidado de sus creadores en los detalles, llevando al espectador, paso a paso, en el proceso de rastreo y recuperación de una muchacha desparecida. Neeson, en su rol de ex agente secreto, ahora guardaespaldas, consigue ser creíble: hombre maduro, experimentado, robusto, inteligente, y sin compasión, listo para actuar sin prejuicio para alcanzar su objetivo. Missing pretende seguir este mismo patrón narrativo, pero, por cuestión de presupuesto, o simple falta de pericia de sus guionistas, cae en una pálida imitación:
Primero, si una historia ya sido contada no debe tratar de repetirse; desde este punto todo marcha mal. Esa es una de las razones por las cuales se debe conocer del género en el que se escribe.
Segundo: la premisa de la muerte de Paul Winstone al comienzo del capítulo no se vuelve a mencionar durante el episodio, por lo que se convierte en una situación desconectada del argumento principal. Es claro que, si se ha puesto ahí tendrá alguna utilidad más adelante en la serie, pero, aunque podría servir como cliffhanger del capítulo, se optó por dejar a la heroína, herida, flotando en el río Sena, aunque evidentemente, si la serie quiere seguir adelante, ella saldrá viva de ahí.
Tercero: el personaje Rebecca Winstone es completamente superficial: ni su condición de viuda, ni su soltería, ni su situación laboral ―de la cual apenas obtenemos un fragmento― son tenidos en cuenta para dar al televidente pistas de quién es esta mujer. No es más que una señora del montón, una de esas madres y aún jóvenes y bellas que destacan en las juntas de padres de la escuela, quien, debido a unas terribles circunstancias, se convierte en experta en combate cuerpo a cuerpo, manejo de armas, políglota y hábil para escape y evasión. El cliché del agente secreto como un hombre, o mujer, dotado de inteligencia asombrosa, capaz de hablar diversos idiomas, letal con sus puños y pies, que no duda en disparar un arma en plena calle, y con “pasaportes en todas partes del mundo” se repite en esta serie, para espantar a los fans del mundo del espionaje. Es como si la sombra de James Bond no terminara de borrarse en la mente de los guionistas.
Cuarto: toda el capítulo es un absurdo detrás de otro. Tras la muerte de su esposo, y diez años, Rebecca sigue siendo exactamente la misma mujer, salvo por un corte conservador de pelo. Bien, esto podría ser aceptable. Su hijo parte a estudiar a Europa y su sobreprotectora madre lo llama constantemente; hasta aquí todo va bien. Cuando el muchacho no se reporta, y Rebecca se entera de que ha faltado a la universidad durante dos semanas, parte de inmediato a Roma. Hoy día, la mayor parte de los jóvenes del mundo están vinculados a redes sociales, y allí suelen reportar sus andanzas; así, una ausencia de quince días sería notada por sus compañeros o amigos. Mas sigamos adelante, suponiendo que la desaparición de un estudiante extranjero no llamara la atención de nadie. Rebecca no acude a la policía ―ni siquiera para oír al típico policía decir “señora, será muy difícil hallar al muchacho”―, ni a la embajada estadounidense en Roma; solo decide desde el principio tomar todo el asunto en sus manos, segura ya de que se trata de un secuestro y que ella es la única persona en el mundo capaz de resolver el entuerto.
Al entrar al apartamento donde vive su hijo ―sí, un enorme apartamento, no una residencia estudiantil compartida―, encuentra la puerta abierta y todo dispuesto como si el muchacho estuviese apenas momentáneamente ausente. Y, caramba, no ha terminado ella de revisar el aposento cuando entra un matón, armado con pistola y silenciador, con quien Rebecca se bate a golpes, liquidando a su adversario en una lucha que recuerda mucho The Bourne Identity. De hecho, de este punto en adelante, todo parece un remedo de la trilogía Bourne: la agente renegada, y muy astuta, llevando a cabo una misión personal; el agente de caso de la CIA que está obligado a atraparla, y a quien vemos bebiendo café y exigiendo resultados a sus peones de la Compañía. Mientras que la trilogía Bourne consiguió su popularidad mediante las salidas inteligentes, las tácticas rápidas, y un deshumanizado, pero aún simpático héroe, Missing intenta en vano divertir con secuencias de acción en las que uno no espera nada distinto a que la heroína derrote a los anónimos villanos que la persiguen.
Hay que haber visto pocas, y muy malas películas de espionaje, para creer que, si esta situación se presentara ―la desaparición del hijo de una ex agente― estos serían los resultados. Hay que pretender que todas las mujeres que trabajan para la CIA son supersoldados que van por la vida estrangulando desconocidos, y manejando motocicleta, para haber escrito algo como esto. Otras series, como Homeland han tomado el camino discreto para retratar el mundo de la inteligencia hoy día, sin tener que llevar la trama a exóticos parajes ―en Homeland solo un par de escenas, bien reconstruidas, del centro de Bagdad―, sino limitándose al simple suspenso.
Admito que es sumamente complejo llevar historias de espionaje hoy día a la pantalla chica. Ya una serie, popular en su momento, como Alias debía resolver problemas tales como escenarios en diversos países del mundo, explosiones, y nuevas aventuras semana a semana, y aún así, de algún modo, lo consiguieron; el mecanismo básico narrativo de esta serie fue el modelo de muñeca rusa: un misterio dentro de otro misterio. Cada semana, la agente Sydney Bristow descubría algo nuevo sobre su vida, su pasado, su padre, su madre, o del científico renacentista Milo Rambaldi.

En los años 90 una serie de espionaje, canadiense, y con muy bajo presupuesto, logró atraer mi atención. La Femme Nikita, adaptación del clásico francés del mismo nombre, trataba sobre las aventuras (o desventuras) de la miserable y acuerpada Nikita, atrapada en el mundo del espionaje, sirviendo a una desalmada agencia controlada por personajes más grises que los protagonistas de una novela de Le Carré. Pese al, como ya he dicho, bajo presupuesto, la serie se concentraba en el drama personal de sus personajes, en una atmósfera claustrofóbica, y consiguió así mantenerse durante cinco largas temporadas.
Missing intenta con este primer capítulo atrapar a los televidentes con las dimensiones y trama de un filme de gran presupuesto. El argumento de un hijo perdido parece hoy más atrayente que la guerra contra el terrorismo, o el mercado de armas, o una conspiración global. Aunque presiento que, eventualmente, esta historia de secuestro se dirigirá a alguno de aquellos temas, y con ello cabe la posibilidad de que la serie mejore, mas habrá que esperar para ver.
lunes, 30 de enero de 2012
Acerca de El topo

Debe ser todo un reto adaptar al cine una novela de John le Carré. A diferencia de otros tantos autores de superventas, le Carré no se la pone fácil al lector; sus personajes no son clasificables entre buenos y malos, el héroe se confunde con el entorno, los aliados son escasos ―si los hay―, y el sórdido ambiente de las operaciones parece lo contrariamente opuesto a los escenarios iluminados y glamorosos en las que otras historias de espionaje se desarrollan. En las novelas de este autor británico, nacido en Poole en 1931, el producto ―material de inteligencia― es menos, mucho menos importante que quienes lo manejan, los funcionarios burocráticos de las agencias de inteligencia. En sus novelas el mundo no parece estar amenazado por la Tercera Guerra Mundial, o porque un maniático esté por activar un ingenio nuclear en plena Manhattan, así como tampoco por salvar la vida de un presidente, o a un grupo de rehenes atrapados en un lugar infernal; en su ficción, que navega muy próxima al mundo del espionaje que debió conocer en sus días, le Carré nos describe el espionaje de manera
En ocho oportunidades las novelas de le Carré han llegado a la pantalla: Spy Who Came in from the Cold (1965), The Deadly Affair ―adaptación de llamada para la muerte― (1966), The Looking Glass War (1969), The Little Drummer Girl (1984), The Russia House (1990), The Tailor of Panama (2001), The Constant Gardener (2005) y en 2011 Tinker Tailor Soldier Spy, basada en el libro del mismo nombre, adaptado anteriormente a la televisión por la BBC en 1979, con Alec Guiness en el papel protagónico. no muy distinta al mundo policial de una ciudad corriente: hay crimen, hay algunos muertos, hay labores policiales, entrevistas y más entrevistas, revisión de pruebas y, solo en algunos raros casos, un triunfo. Es así como, llevar a la exigente dinámica del cine una de las novelas de le Carré exige todo un tratamiento narrativo y visual.
En la nueva versión de Tinker, Taylor, Soldier Spy ―en adelante El topo―, dirigida por el sueco
Tomas Alfredson, el célebre George Smiley es interpretado por Gary Oldman, y aunque los fanáticos de le Carré tengan en su imaginación al Smiley en la figura reposada de Alec Guiness, Oldman consigue atrapar la esencia del cauteloso y agudo jefe de inteligencia, quien aun los acontecimientos desagradables, tanto profesionales como personales, afectan muy poco su parca actitud. El resto del elenco es igualmente notable: Colin Firth, Tom Hardy, Mark Strong, Ciarán Hinds, Toby Jones y John Hurt en el papel de Control. Alfredson no trae la acción al presente, sino que reconstruye el Londres de los años setenta, la moda y el ambiente de Europa: Estambul, Budapest, París. Todo el ambiente gris está compuesto no solo de días nublados, sino mediante el control cauteloso de los colores, ya sea en la fachada de los edificios, como en el interior del “Circus”, donde no se ven cientos de computadoras, ni grandes pantallas, sino empleados de registro, encargadas de teléfonos y polvorosos pasillos de archivo. Hay, de hecho, pocas escenas de noche, y aun así queda la impresión de constante oscuridad en todas las tomas, dejándole claro al lector que el mundo del espionaje es uno cubierto permanentemente por sombras y miradas ocultas desde la distancia.
En El topo nos encontramos la historia del seguimiento que se hace al interior del “Circus”

―como le Carré apodó al Secret Inteligence Service― de un infiltrado al servicio de la KGB. El seguimiento a este “topo”, como se le suele llamar en la jerga del espionaje, lleva años proporcionando información a Karla, el astuto y duro jefe de espías soviético que representa el némesis de George Smiley. La identidad del traidor ha sido la obsesión de Control, jefe del “Circus”, pero Control fallece y la agencia queda en manos de Oliver Lacon (Simon McBurney) quien llama al veterano Smiley del retiro para proseguir la investigación. Hay un grupo de sospechosos en la cabeza de la agencia, a quienes se le asignan los nombres de "Tinker", "Tailor", "Soldier", y "Poorman", tomados de la rima infantil Tinker, Tailor. Smiley recluta a otro miembro del servicio Peter Guilliam (Benedict Cumberbatch), y ambos van armando el rompecabezas sobre la identidad del traidor.
La acción es cruda, realista. La historia no tiene un final lleno de esperanza y emotividad; el traidor es capturado, pero no se ha ganado ninguna batalla; la guerra continúa. Resulta gratificante, pese a la gris belleza del filme, ver así, de forma tan realista, retratada la realidad del espionaje: sin curvilíneas mujeres en ajustados trajes disparando armas automáticas bajo cuyos proyectiles se desploman anónimos soldados, y donde toda la trama se centra en salvar al mundo del apocalipsis. No es que esté totalmente en contra de la ficción de espías que involucra la acción y cuyos argumentos sean mucho más ligeros; lamentablemente este tipo de películas ―la mayoría mediocre― suele despertar más el interés de los productores, ansiosos de atraer a las masas a las salas fijando en la cartelera nombres sonoros, por encima de argumentos serios.
jueves, 5 de enero de 2012
Acerca de Misión Imposible 4

Durante años escuché aquello de “segundas partes no son buenas”, salvo, añadía quien afirmaba esto, algunas excepciones. Con el paso de los años me he dado cuenta que, descontando ciertos casos, las excepciones ni mejoran ni empeoran una historia; todo depende de lo buena, o mala, que la historia original sea. Las sagas del Señor de los Anillos, Harry Potter, la Guerra de las Galaxias, Matrix y otras demuestran que, en algunos casos una historia no se puede contar en un solo capítulo. En otros casos, el afán de lucro lleva a los productores a reciclar personajes; es así como John J. Rambo, el soldado traumatizado creado por David Morell se convirtió en el héroe de toda una generación, y un ícono de la lucha estadounidense contra todo el mundo. Y en un tercer caso los productores de una película de éxito deciden vender los derechos sobre el nombre de esta para que compañías con menor presupuesto, escritores de menor talento y directores menos diestros se encarguen de hacer vergonzosas secuelas, las cuales emplearán el arrastre de las originales.
La saga de películas Misión: Imposible comenzó en 1996, tras varios intentos de la Paramount por llevar a la gran pantalla una versión moderna de la serie de Bruce Geller. Tom Cruise y Paula

Wagner contrataron al director Brian de Palma y a los escritores Steve Zaillian, David Koepp y, más tarde a Robert Towne; la idea, una trama sorpresiva con final inesperado; y de seguro lo más inesperado fue la muerte de todo el equipo antes de los primeros treinta minutos del filme. Esto atrajo muchas críticas, entre ellas las de Peter Graves (Jim Phelps en la serie original) y Greg Morris (Barney Collier, el experto en electrónica), quienes lamentaban, no solo que nadie de la serie original hubiera sido incluido en la producción, sino que el personaje de Phelps se tornara en villano. La trama no convenció a muchos, aunque en mi opinión sigue siendo la mejor de toda la saga, evitando el exceso de tecnología y sustentando la trama en secretos y trampas, al mejor estilo de la serie. el afán de lucro lleva a los productores a reciclar personajes; es así como John J. Rambo, el soldado traumatizado creado por David Morell se convirtió en el héroe de toda una generación, y un ícono de la lucha estadounidense contra todo el mundo. Y en un tercer caso los productores de una película de éxito deciden vender los derechos sobre el nombre de esta para que compañías con menor presupuesto, escritores de menor talento y directores menos diestros se encarguen de hacer vergonzosas secuelas, las cuales emplearán el arrastre de las originales.
En el año 2000 apareció una nueva película sobre el agente secreto Ethan Hunt titulada Mission: Impossible II. En esta, sin duda la peor de las películas relacionadas con la franquicia, el director John Woo ―autor de decenas de filmes de acción y violencia en Hong Kong― convierte al agente

del FMI en un James Bond americano, siguiendo todos los clichés relacionados al 007: es un galán seductor, nunca se equivoca, consigue sin dificultad a la chica ―una súper ladrona interpretada por Thandie Newton―, maneja todas las armas, es cinturón negro en artes marciales y, por supuesto, no hay dato que se le escape: sabe todo acerca de todo el mundo. Mientras el valor, por regla general, de las historias de espionaje es el misterio, el espectador de M:I 2 sabe bien que el agente Hunt, quien no tiene puntos débiles, acabará al temible villano.
El valor en la cinta podrían ser las escenas de acción, pero estas se apilan en el climax final, por lo que el resto de la historia queda en el olvido, así como las actuaciones de Ving Rhames ―como el tecnogenio Luther Stickell― y el casi invisible John Polson ―en el papel de piloto y brevemente como bufón del filme―.
Con esto parecía ya enterrada esta franquicia, que había pasado de una película, si bien no excelente, al menos no mal contada, a un terrible intento de competir con el inmortal James Bond, cosa que Hollywood, los franceses, y de seguro Bollywood, ha estado intentando hacer por décadas.
No obstante en 2006, contrario a cualquier mal augurio, Cruise y Wagner regresaron para una nueva versión, la cual ignora por completo la segunda parte, y buscó recuperar el estilo de la serie original. Se hicieron con el director J. J. Abrams ―muy recordado por los fanáticos de la ficción de espionaje por ser el creador y director de la serie Alias― y los escritores Alex

Kurtzman y Roberto Orci ―en su momento productores de Alias―, acompañados por el propio Abrams en la creación del guión. Desde los primeros minutos de la película le queda claro al espectador que esta nueva entrega no será igual a su vergonzosa predecesora: Ethan Hunt se encuentra encadenado y el villano tiene a su esposa, a la que, al final de la secuencia, le propina un disparo a la cabeza. Ahora el equipo completo juega en cada misión, aunque Hunt sigue siendo la figura distinguida en cada secuencia. Sin embargo, se aprecian mejor estos planes complejos e inteligentes, que no abusan de la tecnología y se sostienen mediante hábiles engaños; es así como en plena Ciudad del Vaticano el equipo secuestra al traficante de armas Owen Davian ―magníficamente interpretado por el siempre impactante Philip Seymour Hoffman―, reemplazándolo con el viejo truco de la máscara látex. Este impecable secuestro, así mismo, contrasta bien en lo narrativo con el violento y burdo, y sin embargo eficiente, rescate de Davian por sus hombres, en pleno puente vehicular, llenando la película de alguna de sus escenas más icónicas. Al final la trama se resuelve con un clásico enfrentamiento héroe-villano, sometido esta vez a las presiones del tiempo, lo cual lo hace un poco más interesante que el duelo de habilidades en artes marciales desplegado en la segunda parte.
Para este punto el héroe ya parece haber alcanzado su cima como agente del gobierno y empezar su retirada: al comienzo del filme se dedica ya no a las operaciones de campo sino al entrenamiento de nuevos agentes, tiene una casa en Virginia y va a casarse con una bella enfermera interpretada por Michelle Monaghan. Dicho esto, una vez supe acerca de la preproducción de Mission: Impossible 4 Ghost Protocol no pude sino esperar lo peor; entre una parte y otra Cruise protagonizó la repudiable película Knight & Day, que no funciona ni siquiera como comedia.
Los avances no me decían nada bueno: viajes alrededor del planeta, una chica sexy como parte del equipo, Simon Pegg cumpliendo su cuota de chistes, un stunt con cable incluido ―que se repite en todas las películas―, y grandes efectos de choques y explosiones generadas por computadora. Con todo, asistí al teatro en cuanto pude.
M:I 4, mejor decirlo de una vez, pese a los comentarios a favor, no es la mejor de la saga, y ni siquiera supera a su antecesora, aunque su director Brad Bird, procuró alejarse de esta tanto como pudo. La historia empieza en Rusia; Ethan Hunt se encuentra detenido en una prisión. Los agentes Carter (Paula Patton) y Dunn (Pegg) lo ayudan a escapar, junto a un contacto llamado Bogdan, con lo cual se desata la primera secuencia de acción del filme. Al instante, como suele sucederle a los superagentes de la ficción, se les presenta otra misión: extraer un archivo del Kremlin, en una misión que no debería ser demasiado compleja hasta que, bang, aparece el giro inesperado: el Kremlin vuela en pedazos y se acusa al equipo de Hunt de ser los artífices del golpe. Aquí caemos en el clásico escenario del protagonista “huyendo por un crimen que no cometió”; para probar su inocencia, el equipo deberá atrapar a los verdaderos culpables del ataque, y además detenerlos antes que, como se explica más adelante, lancen un ataque nuclear contra los Estados Unidos, para así desatar una guerra atómica a gran escala.
Las escenas de acción, las persecuciones y las luchas cuerpo a cuerpo resultan bastante eficientes, incluso para una película que, con el interés de respetar a los ultraconservadores miembros del comité de censura estadounidense, han limitado la sangre al mínimo. Los villanos tienen, no una muerte exagerada con un grito al final que resuena en lo profundo, sino una muerte sencilla y bastante aceptable, dejando a Hunt en una situación de aparente regularidad, listo a la siguiente misión.
Así que resulta entretenida, salvo cuando uno conoce los piñones y axones de la narrativa de acción. En M:I 4 el suspenso está por completo descartado: se sabe desde el comienzo que hay un bueno y un villano, que este tiene un plan para destruir el mundo, y que debe ser detenido, así que, ni siquiera los supuestos secretos del agente Brandt (Jeremy Renner) generan demasiadas incógnitas. Aunque tanto los posters como los avances sugieren que esta vez “no hay apoyo, no hay plan”, el equipo no se encuentra en una situación estilo Jason Bourne, haciendo lo mejor posible por seguir adelante a partir de soluciones ingeniosas. Hunt, Carter, Dunn y Renner tienen en todos sus despliegues equipo de tecnología aún inexistente para llevar a cabo sus estrategias. Resulta también algo contraproducente que se emplee en dos oportunidades consecutivas el mismo objetivo en las operaciones: acceder a una red protegida, lo que lleva a Hunt, y luego a Renner a efectuar complicadas infiltraciones. El resto queda resuelto por un macguffin simple ―una valija con el sistema para detener un arma nuclear― y un quibble a mitad de la película que es demasiado evidente, aunque al final no se emplea. También se replican algunos clichés mientras se pretende destruir otros: los rusos siguen siendo tontos, especialmente el agente de contraterrorismo Sidorov (Vladimir Mashkov) quien termina asemejándose a una moderna versión del detective Fix que persigue a Phileas Fogg en Le Tour du monde en quatre-vingts jours de Jules Verne. La agente del equipo y la asesina profesional son, como cabe esperar en este tipo de películas, mujeres increíblemente hermosas; así que la producción no le importa un comino alejarse de la verosimilitud, ya que si alguien ha entrado a ver esto en una sala de cine, es porque está dispuesto a aceptar lo que la historia le cuente.
Los guionistas se aplicaron a introducir unas gotas, bastante contadas, del factor humano que siempre entorpece las misiones, y que suele ser ignorado por los narradores, a menos que sirva como punto de giro en la historia. De esta forma vemos gadgets que no funcionan del todo bien, errores por parte de Dunn, falta de cálculo que conlleva a la pérdida de valiosos segundos, y demás.
El último y negativo punto de la película es ver a Hunt al final del filme recibiendo una nueva asignación para otra peligrosa y compleja operación en alguna parte del mundo, con lo que ya puede uno esperar una próxima entrada en escena de los agentes del IMF, en algún punto borroso del futuro.
lunes, 2 de enero de 2012
RE: Los libros en la guerra de piratas

Publico aquí, al igual que en la página de comentarios, una respuesta al artículo "Los libros en la guerra de piratas" escrito por Max Vergara en la web Libro de Notas.
Toda revolución ―y más la digital― termina afectando todas las estructuras y sistemas; y como bien dices Max, el asunto es de adaptarse a las nuevas formas de mercado o quedarse en el cuarto oscuro, solo, lleno de rencor. Esto, empero, no significa que los cambios producidos por las nuevas tecnologías no creen en mí una serie de temores y de dudas.
Primero, la literatura ha sido mercado desde hace mucho tiempo; autores como Flaubert y Maupassant ganaban lo suyo dependiendo de las variaciones del mercado: novelas que no llamaban la atención podían ser canceladas por los diarios y revistas que las publicaban. La masificación de las revistas entre el siglo XIX y el XX, donde se popularizaron las revistas de ficción pulp, creó una economía de palabra por centavos, con lo que, si algunos autores querían llevar el pan a la mesa, debían olvidarse de las elevadas nubes del “arte puro” y sentarse a pensar en los lectores, en sus gustos, en las tendencias, y escribir de acuerdo a estos patrones. Cierto que muchas novelas así llevadas a la imprenta hoy duermen en el completo olvido, del mismo modo algunas de estas producciones, creadas por manos talentosas, hoy cargan con el rótulo de “clásico”. En otras palabras, el escritor debe entender que no está solo, y que es ingenuo pensar, al escribir apuntando a un “lector ideal” ―lindo concepto muy mentado por profesores de literatura―, ya que, si de mil ejemplares publicados, solo consigue llegarle a un habitante de este planeta, lo más posible es que la editorial no vuelva a llamar a ese escritor jamás.
Mas esto no es óbice para que alguien no pueda escribir “por amor al arte”. Alguien puede negarse a escribir porque sus libros ya no se vendan, pero si fuera un verdadero artista escribiría bien si vendiera como si no, bien si la publicaran o si no, bien si alguien, aunque fuese un amigo, lo leyera o no. Escribiría y punto. Quizá no tanto como lo hace el millonario productor de superventas, quien se dedica al asunto durante ocho horas diarias, gastando el resto de su día en beber daiquirís y pasear con amigos, pero si podría dedicarse a ello, al menos durante media hora, tras la cena y antes de acostarse. Muchos escritores viven de diversos trabajos, publicando por muy poco, hasta que consiguen un monto suficiente para no hacer otra cosa que golpear las teclas de sus computadores. En otras palabras, dinero y creación pueden estar ligados, pero no hay un caso de dependencia absoluta.
La cultura, sí, es gratis; pero hay que recordar que la producción cultural cuesta, y esto incluye el tiempo y el talento de un escritor, así como se reconoce el tiempo y el conocimiento técnico de un plomero o un analista financiero. Llevar a cada persona un libro, impreso, amén de editarlo e imprimirlo, exige el trabajo de personas ―cada vez menos, además― quienes no son artistas, ni pretenden serlo, que tienen deudas, y que esperan algún llegar sin prisas a fin de mes. Nadie puede esperar que la música, el cine y la literatura, solo por mencionar tres artes, sean distribuidas libremente por el derecho natural que se nos concede luz solar y oxígeno. Pagamos por un auto que marche y un traje que nos haga lucir bien; si necesitamos también de las artes para llevar una buena vida, ¿por qué negarse a pagar por estas?
Tal vez en vez de presentar su renuncia a publicar más libros, Etxebarria debía ―aunque tal vez lo hizo, no sé― hablar tanto con su editor como con su agente, quienes, si no modifican y mejoran sus sistemas de seguridad, terminarán igualmente arruinados. Quejarse por las descargas ilegales es menos efectivo que exigir a un editor un trato más justo; y si por editor se tiene a un chacal hambriento e inmoral, un ladronzuelo al que si le das la espalda te arranca hasta los molares, lo mejor es demandarlo y conseguirse otro editor, no precisamente en ese orden.
Por otra parte, piratería y edición digital no van de la mano, así como tampoco los eBooks mejorarán el mercado literario, o aumentarán los niveles de lectura. Quien hoy día no se suele leer ni un libro al año con dificultad se lo leerá en pantalla, menos aún gastaría un par de salarios íntegros en hacerse a uno de estos aparatos. Estoy casi seguro que la mayoría de estos dispositivos está en manos de lectores empedernidos, o personas que necesitan pronto acceso a material escrito, en cualquier parte, y que no pueden cargar con varias ediciones ―tapa dura y rústica― en su maletín. Del mismo modo, empiezo últimamente a dudar que este número de lectores electrónicos llegue a rebasar a nivel global a los lectores de papel, aunque sin duda son ya, y serán más en el futuro, una población que cada editorial deberá tener muy en cuenta. Este tipo de publicaciones electrónicas debería también resultar un alivio a los editores, al reducir los costos de impresión: de una tirada de 5.000 ejemplares se pasaría a 2.500, incluso a solo 1.000, o, gracias también al internet, podían limitar la tirada a la demanda hecha en línea por los lectores de material impreso, librerías y demás.
Mi única preocupación por el eBook es la de afectar directamente la literatura. Para sobrevivir, las grandes editoriales podrían pasarse por entero al eBook; es solo una posibilidad, pero allí tendrían que competir con nuevas, más pequeñas y eficientes editoriales “de un solo hombre”, capaces de llenar el mercado con productos más populares. Y esa popularidad estribaría en producir piezas de ficción más cortas, más fáciles de leer, con estructuras narrativas prestadas al cine y la televisión, del mismo modo que muchos diarios impresos cometieron el error de querer competir con la web sintetizando al máximo sus artículos, o ―como es el caso de El Tiempo, aquí en Colombia― imitando el formato estético de una página de internet; para resumir, productos de menor calidad. Si la gente lee poco en su computadora y un eBook, podría pronto generarse una tendencia que dejaría por fuera del interés general las novelas superiores a las doscientas páginas, o con temáticas demasiado complejas. El resultado, a veinte años, serían novelas de cincuenta páginas, argumentos trillados, finales obvios, mucho sexo y personajes de cartón. Aunque podría no ocurrir nada de esto: nuevas generaciones, formadas desde la tierna infancia ante un ordenador o una tableta, podrían leer tanto como nosotros leemos en impreso; los críticos, reseñistas y otros estudiosos podrían seguir siendo tan exigentes como ahora, y los lectores les seguirían la corriente, exigiendo novelas “serias” en vez de historietas de género, aunque estas siempre mantendrán sus nichos de mercado. Es decir, los riesgos existen, pero a donde marche la literatura y sus medios de producción depende de la actitud de sus creadores, facilitadores y destinatarios finales.