Dice
el lugar común: la lectura debe ser un placer, no un deber. Y añaden otros: es
un derecho del lector abandonar un libro si no lo satisface. Dada mi condición
de profesional en estudios literarios, y escritor, debo realizar algunas lecturas
aun cuando no me satisfacen, y debo llegar hasta la última página incluso si
cada párrafo me ha resultado un viaje tortuoso. En el momento en que escribo
esto estoy por abandonar la lectura de La
broma infinita, reputada novela de David Foster Wallace; con mil páginas de
texto y cien de notas —y no se trata de una edición crítica—, la novela se me
presenta como una montaña sin rutas abiertas, totalmente vertical, demasiado
alta y, en últimas… leer no debe ser tampoco un desafío de sufrimiento.
Compré
el título tras años de acoso del internet: a cada tanto, las páginas que sigo
mencionaban, citaban, o subían información referente al fallecido Foster
Wallace —Nueva York 1962, Claermont, CA, 2008—. Una especie de niño prodigio de
las letras con aspecto de estrella de rock. La revista Time consideró a Infinte Jest como una de las cien
mejores novelas del siglo, ¿es así? Lo que he encontrado es un estilo
fragmentado, una forma caótica de manejar los diálogos, un completo desinterés
por el ritmo narrativo o el estilo en prosa; Foster Wallace apiñó oraciones
como quien amontona fruta en el supermercado. Si se encadena a un mono a una
máquina de escribir, y se le provee algún estímulo mientras golpee las teclas,
es posible que, entre las miles de letras dispuestas al azar, en alguna parte
se formen palabras, incluso frases. Esa parece ser la técnica seguida por el
autor: escritura automática, seguir escribiendo bajo la hipergrafía, hasta
completar esas mil páginas. Posiblemente más adelante mejore.
Esta
novela me presenta otro problema: su tamaño; aún para ser una edición en
rústica el libro es tan grande y pesado como una biblia de iglesia. Soy de esas
personas acostumbradas a cargar el libro que leo a todas partes y leer a cada
oportunidad, entre viajes en autobús y minutos perdidos en salas de espera.
Cargar La broma infinita y tratar de
leerla, de pie, mientras viajo en el bus, resulta incómodo. Cada vez que veo
ese enorme bloque de papel esperando entre mis libros pienso en las tediosas
tareas que implican esfuerzos monumentales. ¿Qué puedo esperar de una novela
sin trama, sin personajes, enrevesada, lenta y de tal extensión? Tal vez me
haría el mismo bien leer la guía telefónica, la cual, de hecho, tiene menos
páginas y es más directa en sus propósitos.
Hace
tiempo en un ensayo escribí que un cuento de noventa páginas, o acaso más de
quince, como los de Alice Munro, era un fracaso del estilo y un desconocimiento
del formato. Me llovieron las airadas respuestas, en especial por hablar mal de
Munro. El cuento trata un tema, para esto emplea una narración, y esta debe
tener el número exacto de elementos narrativos para dar a entender al lector su
propósito. Una extensión excesiva demuestra incapacidad para la redacción, la
edición, o simple falta de tema. Ahora, la novela trata de muchos temas; puede
haber uno principal y otros secundarios, o varios principales seguidos de una
miríada de temáticas de segundo o tercer nivel, organizados como los bailarines
en una coreografía. Solo que, si esto es cierto, una novela puede llegar a
tener una número infinito de páginas; un escritor podría empezar a publicar un
tomo por años durante toda su vida, dejando un texto incompleto de cientos de
miles de páginas. En busca del tiempo
perdido se acerca a ello; su prosa, su ritmo, el rico vocabulario, la
sensibilidad en el manejo de los temas y la calidad de sus descripciones han
salvado su trabajo para la posteridad. ¿Ocurrirá así con La broma infinita? ¿No se trata solo de una gran broma del autor?
Presentar por novela solo una pila de redacciones apenas atadas por un grupo de
personajes…
Comienzo
a pensar que uno de los males del siglo anterior, heredados del XIX, y capaces
de resistir —como la difteria y el cólera— hasta nuestros días, es el síndrome
de la “gran novela”, el adjetivo “gran” refiriendo sí, un poco al contenido,
pero mucho más al tamaño. La tapa dura, el título o el nombre del autor en
grandes caracteres. Se desprecia la novela en rústica, de pocas páginas; en la
iconografía popular vemos esta clase de objetos asociados a niños, secretarias,
amas de casa o empleados de bajo nivel; el pesado volumen de densa prosa se
asocia con el docto hombre de letras, el culto millonario en sus horas de ocio,
en bata púrpura junto a la chimenea. No es que todas las novelas voluminosas se
ganen de inmediato el respeto de los lectores como se ganan el miedo de otros
presos los reos de gran tamaño. I’m
Charlotte Simmons de Tom Wolfe obtuvo una fría acogida —le ayudó poco los
elogios del entonces presidente Bush—, mientras que muy pocos se toman en serio
Atlas Shrugged, novela fundamental en
la obra de Ayn Rand, vista hoy más como un interminable panfleto libertario que
como una obra de profundidad literaria. Sin embargo, la novela breve no ha
conseguido ganar el respeto de editores y lectores; Estrella distante de Bolaño no alcanzará las cuotas de popularidad
de su desmedida 2666. En un ensayo
sobre Raymond Carver, Alessandro Baricco escribió “Si uno construye buques
petroleros no les revisa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un
relojero”. Las últimas décadas, la invasión de la tecnología en nuestras vidas,
la necesidad cada vez más compulsiva de estar informados, las avalanchas mismas
de información y lecturas, deberían habernos enseñado a valorar más la prosa breve,
bien planeada y meticulosamente escrita, y dejar para el pasado aquellos
petroleros de la novela y sus pilotos, más interesados en atascar a los
lectores con pilas y pilas de páginas, donde solo se enumeran nombres y
acciones, verdaderos diccionarios de lo inexistente.
En este
momento no sé si valdrá la pena seguir leyendo La broma infinita; si pasan las páginas y sigo sin ver más que
arena y torbellinos de palabras terminaré por arrojar el libro a la basura, o
usarlo para encender un asado. Ya les estaré contando.
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