Vuelven
las corridas de toros a Bogotá, pese a que sus ciudadanos se mostraron a favor
de la prohibición de este bárbaro espectáculo. El cierre de la plaza de toros
La Santamaría se convirtió en uno de los logros de la administración de Gustavo
Petro que incluso sus detractores reconocieron. Pronto un grupo de amigos del
toreo, ganaderos y demás pandillas dedicadas a sacar provecho del show
empezaron a mover abogados, mítines, publicidad y lo que viniera para conseguir
de nuevo seguir ejerciendo su negocio. Finalmente, la Corte Constitucional, el
martes 2 de septiembre de este año, falló una tutela a favor de la “fiesta
brava”, bajo el argumento del “derecho a la libre expresión artística”.
No
fue cuestión de los empleos que la decisión del alcalde eliminó. Tampoco la
reivindicación del derecho a realizar un espectáculo tan asentado en la
tradición del país —ya que las corridas no están ni han estado prohibidas en
Bogotá. Simplemente no pueden realizarse en La Santamaría—… Sino el “derecho a
la expresión artística”. Por tanto, el toreo, según sentencia de la Corte, es
un arte.
En
cuanto vi la noticia el asunto estalló en mi cabeza como debió estallar en las
mentes de muchas mujeres abusadas sexualmente las palabras del representante
Todd Akin acerca de la “violación legítima”. No solo me opongo al toreo por
hacer de la tortura de un animal un espectáculo, sino que me irrita hasta las
vértebras que alguien pueda considerar el rito taurino una expresión artística.

Caballero
afirma también que los detractores de la tauromaquia “no saben de qué hablan”,
como si clavarle banderillas, pica y espada a una res requiriera años de
estudio, o un nivel superior de intelecto para disfrutarlo. Tal vez es así. Tal
vez tampoco podemos comprender el gran bien que le hizo a la humanidad el
gobierno alemán del Partido Nacionalsocialista ejecutando a tantas millones de
personas; simplemente no lo comprendemos. Aquello no fue una masacre
programada, sino una “fiesta” en que millones de judíos, homosexuales,
opositores del gobierno, gitanos y discapacitados físicos y mentales fueron
sacrificados para el placer de algunos, o para reducir la población mundial, o
tal vez para incrementar el consumo de la carne de cerdo, o mejorar las ventas
de gas nervioso, y ayudar así a la economía europea. Simplemente no lo
entendemos.
¿Comprenden
lo que digo? Antonio Caballero ni es nazi, ni justifica la violación de
menores, tampoco está a favor de la violencia en general y, quien lea semana a
semana sus columnas, se dará cuenta de su posición liberal contra muchos de los
vicios de la derecha radical. Sin embargo, si la expresada en su columna “¡Ay,
los toritos!” es su lógica, ¿hasta dónde va esta? Si esta es la verdad, ¿dónde
termina? Mi preocupación con la sentencia de la Corte va más allá de si Bogotá
cae de nuevo en la vergüenza mundial de permitir la tortura como
entretenimiento; la gente vota por corruptos, se embrutece con alcohol, ve la
peor televisión, no lee, es racista, homofóbica, mira con desprecio a quienes
tienen menos, roban con una mano y se persignan con la otra así que… considerar
el toreo una “fiesta” debería parecerme tan natural como los aplausos
respetuosos que muchos emitían cuando Carlos Castaño daba entrevistas en
televisión justificando su actuar. En el país donde Pablo Escobar es héroe, ver
a un toro arrastrándose bajo el correr de su propia sangre es una fiesta, una
celebración, motivo de placer y risas. Así que, de qué me indigno; hace mucho
debí irme de aquí.
Sin
embargo, como escritor, la sentencia me abofetea cruelmente. Mi trabajo —torpe
e inmaduro, sí— y el de todos los escritores, el oficio de Botero, el de Andrea
Echeverry, Carlos Vives, Víctor Gaviria, Gabriel García Márquez, Beatriz
González, Alejandro Obregón, los Gaiteros de San Jacinto, Piedad Bonnett, Mauro
Franco y otros narradores orales, cantadoras, escultores, fotógrafos, pintores,
músicos, bailarines y demás es comparable, o mejor, está en el mismo saco, de
esos hombres que en traje de luces, con movimientos robóticos, van desangrando
a un toro hasta que este cae agotado y adolorido, asfixiado por su propio
plasma. Así lo ha sentenciado la corte.
¿Y
qué es arte? Preguntará alguien. Por desgracia no hay una, sino incontables
respuestas que pueden ir del diccionario de la RAE hasta las incontables
teorías que han aparecido durante los últimos tres mil años. Cada artista tiene
su propia respuesta, y en buena medida es su obra una afirmación sobre lo que
es el arte mismo. Mi posición es simple: arte es la composición estética que
expresa una perspectiva subjetiva sobre un concepto o conceptos objetivos. Por
“composición estética” me refiero a un producto —objeto, artefacto— cuyos
elementos están dispuestos para cumplir su propósito o propósitos, esto es la
expresión refractiva de conceptos dispuestos en el mundo. La novela cuenta una
historia, y mediante ella el escritor trata diferentes temas dejando así una
reflexión en el lector. La obra plástica, la composición musical, la danza, el
cine, la arquitectura y hasta la moda. Hay un reflejo de nuestro mundo en todo
ello; aprendemos a ver en las obras sus patrones ocultos, nuestros defectos y
virtudes. Para ello la obra debe cumplir una serie de reglas:
a)
debe ser receptible —y me perdonarán el burdo neologismo posmoderno—, i. e.,
debe poder ser recibido como arte por el espectador, lector, oyente, etc.;
b)
debe ser un todo en sí, apreciable en la forma como está creado y dispuesto;
c)
debe tener un discurso abierto y alterable; en otras palabras, no estar
limitado a una sola interpretación; es plurisignificativo;
d) debe
ser único, y
e)
debe ser creado con el propósito de ser arte.
Un
ejemplo, la obra cinematográfica. La película se crea con el propósito de ser
apreciada como arte (e), se imprime y se distribuye para su apreciación (a),
sus elementos están todos presentes entre el inicio y el final (b), aunque
posee un argumento y unos temas explícitos, permite el análisis y diversas
interpretaciones (c), y finalmente, aunque sea una adaptación, y de ella se
hagan nuevas versiones, esta película, por ser hecha en un momento único e
irrepetible y tener características propias, esta película es única (d).
Podrían
haber otras reglas; lo cierto es que la única regla verdadera debería ser que
“arte” es lo que por ello puede ser tomado. Mas, de ser así, todo sería arte, ergo
nada lo sería.
¿Entra
el toreo en las reglas mencionadas? Podemos decir que, como espectáculo abierto
al público, difundido por medios de comunicación cumple con la regla (a). ¿Es
un todo en sí? No, porque no es un objeto, sino una puesta en escena, una
dinámica que involucra ciertas circunstancias las cuales pueden determinar, a
juicio de los entendidos, si la corrida es buena, regular o mala; tampoco es,
ni un discurso abierto —afirmaciones explícitas en su contenido— ni alterable;
una corrida no tiene significación alguna, y más allá del impacto visual —que a
los fanáticos acostumbrados no les emocionará ya— no hay en su exposición
componentes que busquen causar un efecto como, por ejemplo, ciertas notas bajas
en una sinfonía; mucho menos hay espacio para generar la reflexión propia de la
literatura o el cine; nadie puede decir que la corrida de ayer en la tarde
tiene estos o aquellos significados. Las corridas sí son únicas, y a un mismo
tiempo, iguales entre sí: el torero, uniformado, repite una serie de
movimientos rituales, el toro muere o le es perdonada la vida, banderilleros,
picador y hasta los gritos del público. Incluso un partido de fútbol, por la
condición de sus jugadores —un clásico—, el estatus del juego —la final de la
Copa Mundo— o el número de tantos, puede ser mucho más especial que cualquier
corrida de toros de las millares que han de haberse ejecutado —se destacarán en
la memoria del fanático aquellas corridas en las que cierta celebridad del
toreo perdió la vida—. Y finalmente, ¿se plantea cada jornada de toreo como una
obra de arte? Toreros, novilleros y todo el mundo involucrado en esto dirá que
sí; que cada corrida puede ser equivalente a un poema de William Blake, un aria
de Puccini, una película de Bergman o hasta el techo de la Capilla Sixtina. La
diferencia es que, entre “Hamlet” o la Novena Sinfonía y cualquiera de las
corridas llevadas a cabo por Cesar Rincón en su larga carrera, las dos primeras
obras han causado un gran impacto a la cultura universal, y serán recordadas
durante siglos, mientras que los pasos, la estocada y las tandas de Rincón no
le importan sino a quienes las vieron y participaron en ellas, y esto, a escala
humana, equivale a nadie.
No,
el toreo no es un arte. O podría serlo, si nos salimos del círculo que he
trazado y donde apenas me han cabido las llamadas “bellas artes”. ¿Qué hay del
performance? Se realiza una sola vez, en vivo, tiene un impacto en su público y
su significado es impreciso. En 2007, el “artista” costarricense Guillermo
Vargas ató a un perro dentro de la galería Códice, en Managua, como parte de su
obra Eres lo que lees; el animal
permaneció ahí hasta morir de hambre. Su punto, al parecer vengar la muerte de
otro artista, o exponer, “la hipocresía de la gente”, o explorar la muerte o lo
que se haya pasado por su cabeza para justificar un acto de crueldad. Ya que en
ello parece haberse convertido el arte en los últimos treinta años,
justificaciones; palabrerío posmoderno sobre una grieta, una ventana rota, un
aviso de neón, la tipografía de Coca Cola para escribir “Colombia”, y demás;
facilismo, el camino más breve, la táctica simplista de llamar la atención. En
este mundo actual donde para ser artista no faltan sino las ganas, tal vez la
Corte Constitucional está en lo correcto, y en próximos días los bogotanos
podremos ver el regreso de otras formas de arte
como las peleas de perros, el Circo Hermanos Gasca o la incineración de las
mascotas de los habitantes de la calle por parte de la policía.
Nota añadida: mientras terminaba de
escribir este texto, encuentro en la página web de El Espectador la siguiente
cita del ganadero Gonzalo Sanz de Santamaría: “Así como las costumbres de las
poblaciones afro o los derechos de la comunidad LGBTI merecen ser respetados,
nuestro derecho a seguir con esta tradición ahora está siendo reconocido”. Con
esto está todo dicho… la élite que vergonzosamente pregona el racismo, y
considera —Biblia en mano— la homosexualidad una abominación, exige sus
derechos de “minoría” con gustos sádicos.
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