Entre
las múltiples necesidades del ser humano, la comunicación es aquella que le
permite erigir sociedades mediante un orden que supera la simple jerarquía
impuesta por la fuerza bruta. La comunicación permite, además, replicar,
mediante el diálogo, fenómenos y secuencias de situaciones pasadas, dando así
origen a la narración. Sin otros medios que la oralidad, y más tarde la letra
escrita, la literatura fue el arte principal de la narrativa. Incluso el teatro
puede verse como un apéndice de la literatura oral, anudado a otras formas
expresivas. El cine, como la imprenta a la narración oral, permitió rebasar las
limitaciones del escenario teatral, y cada año, desde su origen, la tecnología
ha permitido romper hasta con los límites de lo que era posible contar con
imágenes.
Considerando
lo anterior llegué a preguntarme, hace poco, si el cine era realmente un arte
independiente, o una extensión más de la literatura oral. Esto no tiene
respuesta, si es que la pregunta realmente es relevante. El cine es el cine, y
lo valoramos por lo que cada película puede aportar. Tiene, en cuanto a su
producción, múltiples desventajas frente a la literatura contemporánea, y
aunque alguien, en los próximos años, consiga escribir, filmar, editar y
distribuir una buena película, sin usar otra cosa que una cámara personal, el
llamado séptimo arte seguirá exigiendo toneladas de dinero para crear sus
contenidos. Y tal vez gracias a esto el cine asegura algo que suele escapársele
a la literatura: control de calidad artística.
Quienes,
al simplificar las cosas, suelen ver al cine contemporáneo —y especialmente la
producción estadounidense de la Costa Oeste— como un vertedero de basura,
incapaz de llevar a la pantalla algo que merezca el calificativo de “arte”,
negarán por principio este concepto del control de calidad. Sí, todos los
Michael Bay de Hollyood, y sus seguidores independientes, los autores de Sharknado y Birdemic generan una parte considerable de lo que llega a las
grandes pantallas y el streaming.
Simplemente entienden que el costo para producir su burdo entretenimiento es
inferior a las ganancias obtenidas gracias a unos espectadores fáciles de
complacer. Debido a esta falta de principios, y, del lado opuesto, el
compromiso con el hacer buen cine, se puede establecer un margen entre ambos
campos. Quedarán aquellos que, en un noble, pero tal vez perezoso esfuerzo por
crear obras maestras, no consigan sino engrosar la lista de bodrios de la
cartelera; mas ese grupo ocupa apenas la delgada línea entre cineastas y
pornógrafos.
Gracias
a YouTube —que camina cada día a convertirse en una de las mejores
universidades en línea—, he descubierto a cierto grupo de youtubers dedicados al estudio crítico del cine. Desde simples
reseñas, hasta detallados análisis a aspectos como composición, estructura
narrativa y sonorización, estos apasionados del cine me han permitido entender
que, construir una película, requiere un esfuerzo logístico, técnico y
artístico como no hay en ninguna obra escrita. Una gran película habrá puesto
en coordinación tantos elementos que, si se toman uno por uno, habría parecido una
tarea imposible. Y lo mejor es que, la mayor parte de este magnífico trabajo,
pasará totalmente inadvertido. Nos emocionamos en la sala, o nos preocupamos,
seguimos atentos los pasos del protagonista u odiamos al adversario, y todo, en
buena medida, se ha conseguido con efectos estéticos, como la composición de la
música de trasfondo, la situación de los personajes frente a la cámara, los
detalles en los escenarios, o incluso el doble significado de diálogos y
acciones que ocurren en el trasfondo.
Mi
segunda pregunta ante todo esto es, ¿está la literatura interesada en ser tan
elaborada? Y pienso que no. Los escritores pueden tener una posición muy clara
al respecto: el cine y la literatura no compiten, ¿y si ya existe aquel, por
qué esta trataría de emularlo? Simplemente porque no parece haber tanto
compromiso ya en el arte escrito como pudo haberlo existido en otras épocas, o
como puede todavía persistir en la mente de contados autores. Hoy en día
pareciera que los autores siguieran una rutina de formación y trabajo igual a
la de un artesano anterior a la revolución industrial. Naces, creces, entras a
colaborar como ayudante en un taller; con suficiente práctica pasas a ser un
oficial, y con los años y la experiencia acumulada en manos llenas de cayos y
una espalda encorvada, te haces maestro. Los talleres de escritura están ahí;
recibiendo adeptos al oficio y a quienes, por ingenuidad, esperan lograr la
fama y el reconocimiento a partir de recetas y pruebas. Y mientras un taller
artesanal podía tener a un ayudante en el mismo rango por años, los talleres de
escritura esperan graduar “escritores” en cuestión de semanas, meses, un par de
semestres o, si se trata de una carrera universitaria, cuatro años; pague sus
derechos de grado y aquí tiene su diploma.
La
diferencia entre artesanía y arte —y perdonarán que me ocupe de algo tan obvio—
es que el primero provee una solución a una demanda específica —o solía
hacerlo, antes de ocuparse mayoritariamente de producir cachivaches
decorativos—, y el arte un discurso sobre las emociones. Con menos de un mes de
práctica se puede aprender a tejer bien un cesto; con años de tejer cestos,
estos serán más resistentes; mas en la larga carrera de la vida no pasarán de
ser cestos de mimbre hechos a mano. El artista, por otra parte, sabe que no hay
un límite a la complejidad y grandiosidad de su obra; que aún años de esfuerzo
y estudio no consigan fructificar en productos capaces de tocar esas fibras en
el espectador o el lector que desea tocar. Lo triste es que el interés por
alcanzar esos estratos de genialidad artística están siendo revaluados por
artistas, críticos, e incluso —siendo esto lo más lamentable— el público.
La
amplitud del mercado del superventas es menos triste que la mediocridad de los
autores de “ficción literaria”. Esas mujeres y esos hombres que han conseguido
llenarse los bolsillos con suspensos y dramas eróticos, aventuras en realidades
paralelas o universos de magia, saben, como el artesano, que están llenando una
necesidad vital para sus lectores. Estos reciben su cesto y quedan satisfechos.
Hay suficientes textos en una librería, entre las novedades, para ocupar la
mente de un lector liberal por años. ¿Qué hacen los creadores de ficción
literaria? Forjarse una leyenda y vivir de ella.
No
importa cuán mediocre pueda ser la próxima novela de Murakami, o de Almudena
Grandes. Las revistas especializadas, Goodreads o los académicos pueden
destrozar desde sus banquillos a estos escritores; sus fanáticos, sin embargo,
los amarán más allá de la muerte. El fanatismo es difícil de curar; algunos
equipos de fútbol, pese a su reiterada mediocridad, siguen vendiendo camisetas
y boletos. Así pasa con los autores; tienen lectores, pero —y esto lo han
reforzado las redes sociales— tienen fanáticos.
Incluso
yo debo decir que cometo el mismo pecado. Tras leer Our Kind of Traitor me doy cuenta lo regular y estandarizado que se
ha tornado John le Carré. Mi cariño por el autor de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, The Spy Who Came in from the Cold y The Night Manager —cuya adaptación en
miniserie me tiene emocionado— no me hará desistir de leer sus próximas obras.
Tal vez algo similar me ocurre con Amélie Nothomb, a quien sigo como otros
siguen los pasos de las celebridades del cine. ¿Y acaso no habrá encontrado
ella también su regularidad? Su costumbre de escribir durante cuatro horas, a
mano, terminar dos manuscritos por año y enviar uno a la imprenta, segura de
que será editada y distribuida sin importar las posibles tachas en su nueva
novela que, debido a los años, ya no puede ver, ese hábito no se habrá
convertido entonces en el colchón que, al ser tan cómodo, la ha sumido en el
sueño…
La
reflexión final caería en el aspecto editorial. En el complicado mercado del
libro un editor llorará de emoción si se topa con una mina de oro como lo es un
autor que fácilmente atraiga fieles; alguien quien, cada año, como Isabel
Allende, pueda poner en la mesa de novedades un producto que se comprará sin
mayores miramientos. ¿Lo dejaría ir? ¿Le rechazaría una novela al encontrarla
burda y superficial? El amor de un lector es tan ciego como cualquier otro
amor, y el de un editor corriente por el dinero lo es mucho más.